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El día en que Keila ardió en el Hogar Virgen de la Asunción

  • Por Soy502
10 de agosto de 2017, 05:05
A Keila le decían "muñequita" en el Hogar Virgen de la Asunción. (Foto: Redes sociales)

A Keila le decían "muñequita" en el Hogar Virgen de la Asunción. (Foto: Redes sociales)

Todavía guardo en mi celular la foto de una adolescente de hermosas facciones que luce sonriente, modelando un vestido azul. Es el retrato de Keila López Salguero, quien murió calcinada en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, una semana después de cumplir 17 años, junto con otras 40 niñas. 

Una serie de circunstancias desafortunadas llevaron a Keila al Hogar "Seguro". Foto: Redes sociales)
Una serie de circunstancias desafortunadas llevaron a Keila al Hogar "Seguro". Foto: Redes sociales)

Keila no encajaba en el perfil de “adolescente rebelde”. Una amiga de la familia, que la albergó temporalmente en su casa, la describía como una chica estudiosa que jugaba al fútbol en dos equipos de la zona 18 y ayudaba a los tres hijos de la señora con sus tareas escolares.

Terminó en un albergue estatal por una desafortunada concatenación de circunstancias: la separación de sus padres, una mala relación con su madre, un padre que trabajaba jornadas extenuantes y no podía hacerse cargo de ella, y un altercado con una prima que terminó en una denuncia penal en su contra.

Entrevisté a Don Virgilio López, padre de Keila, de noche, en la esquina de una calle oscura, en la zona 7, cerca del predio donde guardaba su camión. Trabajaba como chofer de transporte pesado y era la única hora en que podíamos hablar.

Me mostró, en su celular, una foto de Keila, entubada y agonizante en una cama del Hospital San Juan de Dios, con el rostro irreconocible por la gravedad de las quemaduras. Había ingresado al hospital como “XX”. “Mire: ahí no tiene pellejo”, dijo, señalando las manos de la adolescente, completamente quemadas. “Cuando la toqué se aceleró su corazoncito”.

Don Virgilio hablaba con la mirada ausente y voz monótona. Hablamos sobre los vejámenes que sufría su hija y otras jóvenes en el albergue: violación sexual, golpes, comida descompuesta, que provocaron el amotinamiento y la fuga por la cual fueron castigadas con el encierro en un salón donde murieron calcinadas.

Cuando le pregunté si quería justicia por la muerte de Keila, se encogió de hombros.

“Dios sabe por qué hace las cosas y es mejor que Dios se encargue”, dijo, mirando fijamente la banqueta.

Como periodista, hay historias que te dejan una huella indeleble en el alma.

Jamás olvidaré los cuerpos calcinados de las hermanas Carías, de Jutiapa, en la morgue del Inacif y el llanto de su madre cuando reconoció a una de ellas por un lunar que tenía junto a la boca, ni el rostro de Keila, ni la desesperanza de su padre, tan agotado y abatido por la vida que ya ni le quedaban fuerzas para indignarse.

Ayer se cumplieron cinco meses desde que ocurrió una tragedia que conmocionó al mundo entero, pero que hoy ha pasado a un segundo o tercer plano en la agenda noticiosa.

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