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El indigente

  • Por Soy502
08 de octubre de 2017, 14:25

Era una mañana cualquiera y caminaba, a paso apresurado, por la zona 9, para llegar a tiempo a una entrevista.

Cuando divisé su silueta, a la distancia, pensé que era uno de tantos indigentes que pululan por las calles de la ciudad. Su frondosa y rizada cabellera negra era como un puñado de alambres, y caminaba hacia mí, arrastrando una enorme sábana de nylon amarillo - de aquellas que usan los vendedores ambulantes para resguardar sus ventas de la lluvia y del sol- que se había colocado sobre los hombros como si fuera la capa de un superhéroe. 

No reconocí su rostro moreno –curtido por el sol– hasta que pasó junto a mí. Ocho años atrás habíamos sido compañeros de redacción en la primera revista donde trabajé. Nos habíamos sentado alrededor de la misma mesa, en el patio, durante las largas sesiones de planificación. Nos habíamos desvelado juntos, redactando notas, cada uno tecleando en su computadora.

Alguna vez esperamos juntos la camioneta que iba al centro. Había estudiado psicología en la universidad y leía mucho más que el estudiante promedio: libros densos y pesados de Nietzsche y Schopenhauer. Los domingos yo había almorzado en casa de su madre y él había almorzado en la mía. Conocía a su abuela, a su madre y a sus hermanos. También conocí al hijo que tuvo, años después, con una vecina de la colonia donde creció. 

Pero en algún momento un hilo invisible en su interior se había roto. Un hilo sobre el cual todos caminamos día con día, tratando de mantener el equilibrio como un trapecista. Un hilo que en cualquier momento puede romperse, dejándonos caer al abismo.

Su madre oraba por él, convencida de que estaba poseído por algún demonio. Una de sus hermanas, enfermera, trató infructuosamente de medicarlo. Otro hermano perdía la paciencia con la superstición religiosa de la madre. Trataba de buscarle empleos que abandonaba después de unos días y durante sus desapariciones, cada vez más frecuentes, salía a buscarlo por las calles y barrancos de la ciudad.

Me detuve y lo llamé varias veces por su nombre pero jamás respondió ni volteó la mirada hacia mí. Siguió caminando, a pasos agigantados, arrastrando su capa de nylon fluorescente, y con la mirada absorta, como un sonámbulo. En unos segundos dobló la esquina, cruzó la calle y desapareció. Hasta este día no sé si él también me reconoció.

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