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Entrevista con un expandillero

  • Por Soy502
28 de agosto de 2017, 18:46
Los pandilleros suelen venir de familias desintegradas por la violencia. (Foto: Archivo Soy502/Jesús Alfonso, usada con fines ilustrativos)

Los pandilleros suelen venir de familias desintegradas por la violencia. (Foto: Archivo Soy502/Jesús Alfonso, usada con fines ilustrativos)

Sentado frente a mí con la mirada absorta, aquel joven de brazos enclenques y cubiertos de tatuajes, no infundía miedo. Era la primera vez que entrevistaba a un expandillero.

Comenzó a narrar su historia, una historia que se repite diariamente en los barrios marginales de la Ciudad de Guatemala: su madre había muerto cuando tenía menos de diez años, su padre le pegaba y encontró en la delincuencia una forma de sobrevivir.

De niño, acechaba a las señoras que salían del supermercado y les arrebataba las bolsas al salir. Luego comenzó a vender droga en su colonia. Una vez integrado en la pandilla, lo mandaban a una casa en la zona 1 donde aseguraba que un militar lo empleaba como sicario.

No recordaba a cuántas personas había matado por encargo. Ni siquiera sabía quiénes eran. Le pregunté si revivía en su mente esas escenas y solo se encogió de hombros. “A veces uno recuerda cosas…”, murmuró. 

Cuando dijo que había tratado de salir de la pandilla y sobrevivir vendiendo lapiceros en los buses, me acordé de los jóvenes que se subían a vender cada mañana, cuando viajaba en el bus, y me preguntaba cuántos de ellos tenían historias idénticas a la de este joven.

Decía que la policía lo acosaba, que lo seguían en la calle y que en varias ocasiones le habían plantado una bolsa con marihuana para justificar su detención.

Cuando hablé con él, en 2012, trabajaba para una ONG que ofrecía clases de informática a jóvenes expandilleros con la esperanza de que pudieran encontrar trabajo.

Mientras escuchaba su relato, pensaba en las víctimas: personas abatidas a tiros desde una moto mientras se dirigían a su trabajo o comerciantes que no habían podido pagar la extorsión. Víctimas como las siete personas que tuvieron el infortunio de acudir al Hospital Roosevelt hace dos semanas, el día en que pandilleros de la mara Salvatrucha trataban de liberar a un reo y perdieron la vida en un tiroteo. Víctimas, entre las cuales, mañana, podría encontrarse usted, o podría encontrarme yo.

Escudriñaba su rostro: los pómulos prominentes y la mirada inexpresiva. Busqué en mi interior el miedo y la repulsión que debiera provocarme alguien que ha matado pero no los encontré.

Quizás porque el bien y el mal es una puerta giratoria que todos, en determinadas circunstancias, podemos cruzar, como decía el psicólogo Philip Zimbardo. Y si hubiera nacido del otro lado de esa puerta, en un barrio marginal, sin madre, y con un padre maltratador, sería yo la que tendría los brazos cubiertos de tatuajes y la mirada ausente.

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