Alma Quiñones fue una mujer cuyo nombre era en sí una profecía. Porque todo lo que hacía en su vida laboral, social o personal, estaba marcado por su entrega, su pasión, su compromiso, y por lo tanto por “dar el alma” sin dudas ni temores. Alma que da el alma: esa era nuestra querida Almita Quiñones.
La conocí por los azares de la vida. Me tocó dirigir el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) mientras Almita fue la Presidenta de su Junta Directiva. Ella me miraba al principio con el recelo y la desconfianza que se le dedica a un reo recién liberado. Su astucia y su larga experiencia en el ejercicio del derecho, y en los asuntos públicos y privados, le habían enseñado que la confianza hay que ganársela. Y me gané su favor solo luego de varios meses en que ella observó mi desempeño profesional.

Pero si ganar su confianza en materia laboral era una barrera difícil, ganar su corazón era mucho más sencillo. Porque en medio de toda su vasta experiencia, Almita siempre tuvo un corazón abierto a la bondad humana. Y debo decir que aún en su vida adulta tenía un dejo de niña y de muchacha que invitaba a abrazarla y a quererla con sinceridad.
Una vez abierto su corazón, Almita abría también las puertas de su casa, con la hospitalidad solidaria de quien le da a uno las llaves de su hogar. Y su morada era el retrato vivo de su corazón. Iluminada de colores, claros y oscuros. Llena de vitalidad y alegría, pero con rincones bucólicos como para llorar amores pasados y rememorar nostalgias. En contacto con la naturaleza pero también cercana al mundo urbano, como para mantener un pie en ambas realidades. Y con obras de arte hermosas, que guardaban historias y enseñanzas que solo Alma podía contar con su voz aguda y apasionada.
Y luego se podía uno perder entre sus conocimientos de historia, de derecho familiar y fiscal, de derecho constitucional. Explicaba por qué las leyes y el mundo son como son. Pero también por qué el mundo y sus leyes pueden ser mejores.
Adicionalmente tenía un enorme bagaje de relatos sobre personajes, hechos singulares, amores familiares y amores románticos. Para todo tenía un argumento, un sentimiento y un juicio. Y escucharla en su hogar era aun más placentero. Las paredes, los cuadros, los muebles y las comidas se volvían cómplices de sus relatos, construyendo escenarios para las grandes actuaciones de Almita.
Me hubiera gustado pasar más tiempo con ella. Hubiera aprendido tanto. Hubiera disfrutado tanto. Sin duda, me hubiera vuelto un mejor ser humano. Pero se nos fue Alma. Y ahora podemos tocarla con nuestras palabras, nuestras memorias y nuestro cariño.
Descansa Almita. Donde sea que estés, ilumina ese espacio con tu pasión. Nos dejaste un gran legado. Ahora tu alma y tu corazón nos abrazan y nos acompañan.
Y lo harán, por los años de los años. Amén.






