No sabemos qué hacer con la muerte, es un hecho. Todos nos vamos a morir y en el camino se nos va a morir un montón de gente que amamos, y nos vamos a quebrar en pedazos todas y cada una de esas veces, hasta que otros se quiebren por nosotros.

Y no lo tengo claro, pero sospecho que hay algo insano en ese devenir de los cristales rotos. Hay algo que no estamos haciendo con la muerte: la mantenemos lejos, le evitamos la mirada, ni le hablamos ni hablamos de ella, pero vaya si no está en todos lados, todo el tiempo.
La semana pasada perdí a dos grandes amigos, dos accidentes distintos, dos silencios prolongados, indefinidamente. Y en medio del dolor insoportable y compartido, me puse a pensar que aunque jamás vamos a estar preparados para la muerte, sí es posible que tengamos una relación más mmm… sana creo que es la palabra.
Un abuelo quiché me dijo una vez que en realidad la muerte era una abuela, una abuela sabia; que en la cosmovisión maya no era un final sino un inicio, que la abuela muerte nos acompañaba toda la vida y es consejera, y es cómplice. Y qué alivio pensarla así, la verdad.
Enterrar a los muertos es una de las características fundamentales para diferenciar a la humanidad de otros animales. Tenemos nuestros ritos y nuestras creencias y es un hecho que la manera en que entendemos la muerte es identidad pura y dura, pero también, me parece, que estamos haciendo mal la tarea.
A los niños les decimos “se fue de viaje”. Les cambiamos el pececito muerto por uno igual, pero vivo. Conocí a un niño hermoso a quien cuando murió su perrito le dijeron que se había ido al cielo de los perros, a lo que él respondió ingenua y dulcemente “entonces también hay un Jesús perrito”.

Y bueno, no es fácil hablar de la muerte. Cuando alguien habla de su muerte no falta el “¡ayy cállate, que la boca se te haga chicharrón!”. A lo mejor no es tan difícil, no sé, pensemos en la película animada Coco, todo un tratado sobre la muerte y el amor. La película nos deja que la relación profunda con los ancestros podría ser una hermosa resolución.

Estamos parados sobre todos nuestros muertos, millones de muertos, miles de años, sangre, sudor y lágrimas para estar acá. Toda la humanidad ha muerto para que podamos intercambiar estas palabras. Así es la vida: se impone.
De ahí que debiéndole tanto a la muerte, se me ocurre que lo menos que podemos hacer es hablar de ella con gratitud y con amor. Tal como recordaré siempre a Eduardo y a Carlos y a los que pronto también se irán, los míos, los tuyos, los nuestros.
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