Hace 100 años nació Cortázar. Confieso que pasé por alto la efemérides y fue gracias a Luis Aceituno, el editor cultural de elPeriódico, que me dí cuenta: una razón más para agradecerle a un periodista que nos ha prodigado tantas columnas soberbias a lo largo de los años.
Yo no puedo hacer con palabras una postal de Cartier Bresson como la que escribió Luis sobre Cortázar. Nunca lo ví en persona, mucho menos en una estación de tren en París, enfundado en un abrigo negro y encendiendo un cigarro.

Pero no puedo terminar el día sin rendir tributo a uno de los autores más emblemáticos del boom, una voz que me acompañó largas horas en la adolescencia, que me habló al oído, que me hizo leer y releer textos que me parecían perfectos.
Más que por Rayuela, Cortázar se quedó en mi corazón por sus cuentos. Los críticos siempre mencionan a Casa Tomada y constantemente veo que es el relato que los buenos profesores de literatura incluyen en las lista de lecturas. Seguro tienen razón. Sin embargo, yo me quedo con Continuidad de los Parques porque recuerdo la sensación de asombro que me provocó descubrirlo en la secundaria, cuando podía darme el lujo de pasar días enteros leyendo lo que me gustaba.

Algunos de esos textos que nos intoxican con tanta intensidad la primera vez, nos marcan para toda la vida.
En esos años, la literatura era para mí como una droga, y Continuidad de los Parques estalló en mi cabeza como quizá les sucede a otros con el crack: me sacudió como un bombazo que acentuó todos mis sentidos. Me acuerdo que lo leí una y otra vez, marcando con lápiz el ritmo, las palabras clave, tratando de entender cómo Cortázar había logrado armar en un texto tan breve, tan compacto, un mecanismo que detonaba con estruendo al llegar al punto final.
A estas alturas de la vida yo soy la madre del despite: puedo olvidarme de todo, de las llaves en el carro, de la reunión de hoy en la tarde, del memo que debía enviar, pero recuerdo como si hubiera sido yo la protagonista, el sillón verde de Continuidad de los Parques, la casa de dos niveles en las afueras de la ciudad, la librería con paneles de madera, la ventana abierta sobre el jardín.

Por Cortázar pasé a Poe, a Chéjov, a Maupassant: toda una etapa en la que me maravillaban los relatos breves.
Los textos de Cortázar, sus retratos (el más guapo de los escritores), su leyenda en París, encendieron la imaginación de varias generaciones de latinoamericanos. Nos dieron crack en forma de palabras.
Aunque tarde, gracias por el parque sin fin de sus letras.





