Hay libros que perduran en nuestra memoria por las imágenes que evocan. Cuando pienso en la novela “Sin Destino”, del autor húngaro Imre Kertész, veo los pies descalzos, golpeados y sangrantes, de los prisioneros de un campo de concentración.
En ese libro magnífico, uno de los mejores sin duda que se hayan escrito sobre la segunda guerra mundial, Kertész describe, sin concesiones ni autocompasión, eso pies que caminaron, dando un paso tras otro, hacia las fábricas nazis, los campos de “trabajo” y las cámaras de gas.
A diferencia de la mayoría de narraciones sobre las atrocidades del Tercer Reich, la voz que emerge de las páginas de “Sin Destino” no acusa a los verdugos sino que interpela la buena consciencia de las víctimas. Ese cuestionamiento constante le da al texto una dignidad no sólo luminosa y valiente, sino que actual.
Kertész, un sobreviviente de los campos de Buchenwald y Auschwitz, habla con la autoridad de quien padeció el infierno nazi pero también con la lucidez de quien puede trascender el dolor para sumergirse en los pozos de la naturaleza humana y tratar de entender la dinámica siniestra que se establece entre víctimas y victimarios.
“Sin Destino” tiene reclamos para los nazis, pero sobre todo, plantea un interrogatorio lacerante para todos los demás, esa sociedad apática, cómoda, tibia salvo en la ingenuidad, de cristianos y judíos que permitieron que el horror ocurriera: los que hicieron nada, los que caminaron, como el propio autor, dando un paso tras otro hacia el abismo.
Lo traigo a colación porque la principal lección de esta novela es que las sociedades que sucumben lo hacen, principalmente, por el miedo a rebelarse ante lo que todos sabemos que está mal: ante la mentira, el abuso y la injusticia.
Ejemplos nos sobran en el mundo actual, pero a mí me duele el caso de Guatemala y nuestras frágiles instituciones políticas, siempre al borde del colapso.
La crisis actual –la suspensión de la elección de la Corte Suprema de Justicia y Salas de Apelaciones— evidencia de manera irrebatible que el sistema topó. Ese conjunto de reglas “perverso y pervertido”, como dijo el ex presidente de la CSJ, Arturo Sierra, en el Encuentro Nacional de Empresarios, ya no aguanta más. Hay que cambiarlo ya.
Debimos haberlo hecho en el 2012, cuando Otto Pérez recién tomó posesión. Ese era el momento, pero como no supimos dimensionarlo y todos trataron de llevar agua a su molino, la oportunidad de hacer una reforma a la Constitución y varias leyes ordinarias se esfumó.
Ahora nuevamente se ha abierto una grieta en el debate político y hay que aprovecharla, no para repetir el mismo circo, sino para cambiar las reglas.
Que hay riesgos, sin duda. Pero el riesgo mayor es hacer nada, es seguir dando un paso tras otro, sumisos, como los judíos con los cuales hizo fila Kertész a los 15 años, en las galeras de los campos de exterminio.
Hacia el final del libro, un hombre viejo que se había salvado de caer en las garras nazis, pregunta “¿y qué es lo que habríamos podido hacer?”. Kertész tiene una respuesta contundente: “Le dije que nada, por supuesto, o algo, cualquier cosa, lo que hubiera sido una locura, otra locura, como la locura de no hacer nada, claro, la locura de no hacer nada”.
La pregunta que debe acicatearnos a los guatemaltecos es esa. ¿Qué locura preferimos? ¿La de hacer nada y resignarnos, dóciles y callados, a lamer el yugo y que nos pongan los grilletes, o la de tratar de hacer algo, con imaginación política, con audacia, con coraje, para escapar al destino que todos vemos cernirse sobre nosotros?





