Me disculpo ante mis lectores por este período de ausencia pero tuve una crisis de inspiración luego de la muerte de mi madre el pasado 24 de abril. Aún no he podido recuperar totalmente la fluidez verbal y como la historia de mis perros y mi mamá están ligadas, me enfrenté a serios problemas inspiracionales. Por eso hoy quería compartirles un cuento real acerca de una cabra.
La hermana de mi padre, de quien ya les he contado sus pato-aventuras, tiene una mascota muy peculiar. No se trata de un gato o un perro, una tarántula o una serpiente. No. ¡Mi tía tiene a un miembro de la familia caprina, o sea, ¡una cabra! Cualquiera puede tener una cabra, pero no una como la Ramona. Mejor dejaré que ella misma les cuente un poco la historia de esta chivita tan simpática.

La Ramona, por María Olga Fernández
Tengo una cabra que se llama Ramona. Cuando me la regalaron no tenía ese nombre, se llamaba Asunción. Así le puso mi amigo Juan, el que me la obsequió. Una amiga me sugirió que le pusiera Felipa, pero no me convenció.
El día que la cabra vino a casa, de inmediato la llamé Ramona. Suena bien, tiene personalidad, va acorde a su tamaño y al colorido de su pelaje. Quisiera decir que parece de algodón como Platero, pero no. Su pelo es áspero y cuando le hago cariño mis manos quedan sucias. Pero a ella le encanta el contacto, lo busca y me persigue hasta lograr mi atención. Disfruta que le pase mi mano por su cuello y lo demuestra encorvando su cuerpo.
Es la primera vez que tengo un animal como este. Me ha costado entenderla y acostumbrarme a ella. He tenido perros, gatos, iguanas y también caballos. Ninguno de ellos se parece a Ramona. Ella es impredecible. “Más loca que una cabra”, le queda de maravilla.
El otra día la encontré subida en un árbol. No tengo idea de cómo lo logró. Ayer estaba somatando su cabeza contra una ventana para entrar a casa, subida en un angosto espacio de la pared. La bulla que hacía era tal que me asusté y corrí a espantarla, creí que rompería el vidrio.
Se me ocurrió tener a este rumiante para que me ayudara a podar el pasto que se ha propagado. Es que desde que la naturaleza crece a su antojo y con libertad, tengo miedo de salir a caminar. La aparición de alguna serpiente o algún otro animal me aterroriza. Por las noches escucho sonidos extraños, algunas veces oigo pisadas sobre el tejado.
Tuve que desistir de visualizar mi jardín bello, dejé ir ese sueño. Ramona no come lo que quisiera ni con la rapidez que imaginé que lo haría. Le gustan las flores y ha arrasado con ellas. El pasto alto no lo voltea ver. Come troncos, semillas y disfruta de las ramas de los arbustos, incluso la he visto comer la pared exterior de la casa.
El día que la vi mordisquear la pared decidí que debía salir de ella y regalarla. Me entristecí al contemplar la idea, pero no estaba dispuesta a que se comiera mi casa y no el pasto, tampoco a que me rompiera ventanas. No creo que las cabras sean selectivas, pero ésta lo es. “Lo hace para llamar la atención, deberías conseguirle pareja”, me dijo mi amigo veterinario.

Llamé a una amiga que estaba interesada en ella, me dijo que le diera una semana para decidirse y venir a recogerla. El día antes del plazo, fui a buscar a Ramona, no la encontré. No estaba por ningún lado. La llamé: me, me, me. De pronto escuché que me respondía. El sonido venía de lejos, de un potrero vecino. Había saltado el cerco y estaba junto a un caballo. Me volteó a ver muy contenta, parecía reír. Nunca la había visto así. Sobaba su cabeza en la panza del garañón y me miraba, acto que repitió varias veces. Cuando la llamé se pegó más al él. Fue entonces que lo decidí, no podría regalarla. Ramona estaba enamorada y era feliz comiendo pasto acompañada.





