Los presidentes centroamericanos no tienen razón alguna para sonreír en las fotos donde aparecen con el presidente de los Estados Unidos, Barak Obama, en Washington.
No hay por qué sentirse contentos o satisfechos. Los convocaron a la Casa Blanca con un solo propósito: hacer evidente la trascendencia de la crisis política y humanitaria de los niños migrantes.
Los diplomáticos no pueden decirles en el lenguaje llano del común de los mortales lo que en realidad están pensando: que son unos inútiles, que sus gobiernos apestan y que el problema de los niños revela el fracaso de las sociedades del Triángulo Norte.
En reunión con el presidente de Estados Unidos, Barack Obama y mis homólogos de El Salvador y Honduras. pic.twitter.com/7sCumiRLn8
Pese a ello, vean las fotos. Los presidentes esbozan –todos sin excepción—unas sonrisas pánfilas, con los ojos estrellados, como caricaturas japonesas. Están ahí, a la par de uno de los hombres más poderosos del mundo, en uno de los templos del Imperio (podrá ser decadente, pero Imperio es Imperio).
Y ellos, los presidentes de estos pequeños países tropicales que habían salido del radar de la Casa Blanca desde el fin de la guerra fría, están ahí, bajo las bombillas de esas lámparas, pisando esa alfombra, frente a esas chimeneas donde pudo haber fumado Abraham Lincoln o Ronald Reagan, donde se escuchó la voz ronca de Winston Churchill o donde John F. Kennedy sedujo a Marilyn.
A los presidentes se les ve en la cara: tienen ganas de pellizcarse para saber si es cierto, si en realidad están ahí, en la Casa Blanca. No como turistas en una visita guiada, sino como Jefes de Estado. Están ahí para poner cara grave, como quien toma decisiones, y hablar de cosas importantes. Y sonríen, engrandecidos, contentos de sí mismos, recordando cada uno de ellos de dónde viene, de qué rincón salió, de lo mucho que ha avanzado en la vida, aunque el resto de Centroamérica sucumba entre las balas y la pobreza.

Fue ver las fotos de los presidentes centroamericanos --sonrientes como niños que acaban de recibir un helado, un algodón de azúcar color rosa que se hace miel en la boca-- y saber que pronto esos retratos ocuparán un lugar de honor en los despachos de los mandatarios, con marcos de plata o dorados.
Son las “selfies” del poder, las selfies como deben ser, las que toman los fotógrafos profesionales con cámaras con buena óptica y se imprimen en laboratorio para dejarlas muy a la vista de los demás, como un diploma o credencial de lujo. El presidente compartiendo mesa con Obama. El presidente, ligeramente inclinado, dándole la mano al Papa. El presidente, muy divertido, en “tête à tête” con Fidel Castro. O con Álvaro Uribe, o con Aznar, dependiendo de los gustos. El presidente con Shakira, porque también hay que estar en la cultura popular.
Esas fotos van a servir para endulzar el retiro de los presidentes, para que les cuenten batallas a sus nietos, para colocar en las páginas de fotos de sus libros de memorias.
¿Y de los niños, qué? Promesas de un préstamo de 2 millardos de dólares para la región. Que quede claro, es prés-ta-mo. Ya no estamos en los albores dorados del siglo y no volverá a haber un plan Colombia. Este es el mundo post “Gran Recesión”. Apechugen.
Y entonces, ¿los niños? Si no “califican”, van de vuelta deportados. Michel Bachman propone enviarlos a campos de trabajo. Si aquí trabajan en las calles, en las plantaciones, en las fábricas de cohetes, igual pueden hacer algo por allá.
Pero ni eso basta. Los presidentes siguen sonriendo. Sonríen sin entender que podemos pedir soluciones y mejores tratos allá, pero el reto es el que tenemos aquí, el que no resolvemos aquí: el de la pobreza, el de la violencia, el del futuro sin esperanza.
Ese, ¿cómo lo resolvemos? A ver, les estoy hablando en serio, pongan boca abajo esa foto y escuchen por favor.





