El hombre tenía la cabeza cubierta de canas del color de la ceniza. Iba caminando por el jardín central de la Avenida de la Reforma con una niña de unos siete u ocho años. Llevaban una mochila y una pelota para pasar el rato.
Cuando llegaron frente al monumento a Benito Juárez, colocado a altura de la séptima calle de la zona 10, el señor se detuvo y elevó la mirada hacia el busto del prócer. Ahí decidió tomar un descanso.
Puso la mochila en el suelo y sacó una botella de agua que compartió con la niña. Mientras descansaban por un momento, la chiquita se sentó en su rodilla y él le mostró el rostro del estadista.
Yo iba corriendo y no pude escuchar lo que decían, pero quiero imaginar que el señor le estaba mostrando a la niña al estadista mexicano que trazó el camino de la democracia y la república en América latina, el hombre que nos enseñó que “entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.

Esta escena me hizo dimensionar la ruindad de los delincuentes que saquean el patrimonio histórico de nuestra ciudad. Hace pocas semanas, esos criminales cerriles se robaron dos bustos de la Avenida de las Américas --el del presidente costarricense Rafael Calderón y el del fundador del vespertino La Hora, Clemente Marroquín Rojas--, además de dejar tirado el del escritor y también hombre de prensa, David Vela, que no alcanzaron a llevarse.
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Comparada con otras capitales de América Latina, nuestra ciudad tiene pocos monumentos y espacios creados para el disfrute del arte con proyección pública.
Es una canallada que se roben las pocas esculturas que tenemos para fundir los metales nobles, en especial el bronce, y convertirlos en cables de transmisión.
Igual de infame es que se ensañen contra las piezas simplemente por el gusto de destruirlas, como ocurrió ya con los jaguares colocados en la 6ta avenida de la zona 1 o con la escultura del inolvidable gestor cultural Tasso Hajidodou.

Me resulta incomprensible que los guatemaltecos destruyan las piezas de arte que encuentran a su paso con una saña que no parece tener más sentido que el afán de demoler cualquier gesto que tenga la intención de embellecer una esquina.
Muchos monumentos tienen una función didáctica: contribuyen a narrar capítulos de nuestra historia y exaltar a personalidades ilustres que dejaron huella en ese devenir.
Esas obras de arte, dispuestas en lugares públicos, deberían convocarnos a entender quiénes somos, de dónde viene nuestra sociedad y cuáles son nuestras aspiraciones más altas.
Acabo de regresar de Argentina y me dieron envidia los grandes parques de Buenos Aires, que sirven de escenario para su arte monumental: no sólo políticos, sino artistas como Rubén Darío, que tiene una escultura preciosa, la banca de Mafalda en San Telmo, representaciones de gente común y la bellísima "Floralis Generica", que refleja los colores cambiantes del entorno y la ciudad.

Privar a los guatemaltecos del poco arte público que hay en el país, secuestrar a los referentes históricos o culturales para tirarlos a una olla de fundición, sólo puede catalogarse de infame.
Ojalá veamos alguna iniciativa de las autoridades para atrapar a los criminales analfabetos que se robaron los bustos y ojalá también que se generen acciones para proteger el patrimonio, así como para reparar y sustituir las piezas dañadas y desaparecidas.