A Carlos le cuesta hablar. Si no tuviera el cuerpo completamente tatuado, cualquiera pensaría que es un adolescente perdido. Lleva una camiseta blanca que con grandes letras azules dice: "Soy un ángel". Está tan desgastada que trasluce su pecho lleno de marcas, su espalda con el símbolo de una pandilla y sus costillas apenas resguardadas por una fina capa de carne.
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La primera vez que mató tenía 11 años y el crimen sería su visa para entrar en la mara. La pandilla le exigió que asesinara a un hombre mucho mayor que él. Si lo lograba recibiría protección y le tatuarían el brazo en señal de su valentía.
"Matar da miedo"
Salió de casa sin decirle nada a sus padres. Le temblaban las piernas. Pasó recogiendo la pistola que uno de los mareros le iba a prestar. Su víctima caminaba tranquila, sin imaginar que el niño que le seguía tenía un arma. "Le disparé", así lo resume todo. No lo atraparon esa vez, sino nueve años más tarde y por un muerto que no era suyo, según asegura.

"Matar da miedo... la primera vez", explica. Su historia se repite en cientos de rostros jóvenes: niños de hogares disfuncionales, hijos de alcohólicos que terminaron en los brazos/garras de una pandilla.
Carlos habla apenas, se lleva los brazos al cuello y respira hondo, sus pies están colgando de la silla. "Uno tiene que matar porque si no lo matan a uno. Si uno se quiere ir no hay para donde", dice y baja la mirada. No soporta otras pupilas frente a las suyas, como si sintiera que otros ojos podrían lastimarle.




